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RESEÑA: El conde | Vampiro chic

El director chileno se pasea de la realidad histórica al mito romántico para desmontar la leyenda que teje toda dictadura: el pretendido heroísmo de salvar un país de las garras comunistas

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RESEÑA: El conde | Vampiro chic

El director chileno se pasea de la realidad histórica al mito romántico para desmontar la leyenda que teje toda dictadura: el pretendido heroísmo de salvar un país de las garras comunistas

POR Carlos Coronel -

El Conde - 82% (2023) es una sátira espléndida del realizador chileno Pablo Larraín (Santiago, 1976), que arroja un aire fresco a la figura decimonónica del vampiro en la pantalla grande (Nosferatu, 1922), cebándose contra un personaje de carne y hueso, antaño intocable: Augusto Pinochet, el dictador.

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Larraín aborda un hecho traumático para su nación, situándose en los días posteriores a la muerte del general (2006), luego del frustrado plan de la justicia internacional por procesarlo (1988-200). Mediante un discurso cinematográfico de gran nivel, logrado a través de una fotografía en blanco y negro, toda la pantalla se cubre de planos generales, que lo mismo sirven para mostrar la pequeñez de los personajes que para remarcar el paisaje tenebroso en que deambula el vampiro Pinochet.

Interpretado magistralmente por Jaime Vadell, quien ya ha salido en otros filmes del director, el chupasangre está cansado de devorar el corazón de obreros y cajeras, aunque él prefiera el plasma de aristócratas e ingleses, razón por la cual decide ayunar prolongadamente para renunciar a otros 250 años más de vida.

Detrás de esta renuncia hay una pesada verdad: el vampiro no soporta la humillación de sus aliados ingleses, que lo han acusado de ser un vulgar ladrón y no lo que correspondería a su villanía: los crímenes de miles de opositores políticos durante su prolongada dictadura. «Tenía una misión, aplastar a los anarquistas, los revolucionarios, los sindicalistas, los esclavos libres», se jacta.

Calificación de la crítica de El Conde (Crédito: Tomatazos)
Calificación de la crítica de El Conde (Crédito: Tomatazos)

Su sirviente Fyodor (Alfredo Castro) y su esposa Lucía Hiriart (Gloria Münchmeye) se encargan de restregarle en su propia cara que ni siquiera en eso fue valiente. «Yo mataba por placer mientras usted se dedicaba a robar», acusa su perro fiel. «A mí fue la que se me ocurrió la idea del golpe», recuerda la mujer que vivió a su lado durante sesenta años y que convirtió una fundación promujeres (CENMA) en un negocio inmobiliario.

El director chileno se pasea de la realidad histórica al mito romántico para desmontar la leyenda que teje toda dictadura: el pretendido heroísmo de salvar un país de las garras comunistas. En No - 93% (2013), Larraín ya había desmitificado las mentiras del régimen pinochetista (los publicistas a favor del sí, en el referéndum, repiten el embuste de que Chile nada tiene que ver con América Latina, porque no hay desempleados ni despojos a la propiedad privada), aprovechando los archivos audiovisuales históricos que la oposición proyectó durante más de veinte días por la Televisión Nacional Chilena para convencer a los abstencionistas de participar en el plebiscito que finalmente sacaría al dictador de La Moneda.

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Pero ahora, el realizador y guionista va más allá al conseguir, sin necesidad de los cartones explicativos en No, ni de los materiales históricos de apoyo, desnudar completamente la psicología del vampiro dictador y mostrarnos su maldad diabólica («maté miles de rojos y me acusan de ladrón»); su egomanía al visitar el palacio nacional para comprobar si ya le tallaron un busto («son unos malagradecidos»); su cinismo («es verdad que yo cometí errores… de contabilidad, se entiende») y su psicopatía («por dentro estoy vacío»).

Los efectivos gag verbales son inagotables y desternillantes al acabar cebándose contra esa criatura sin alma ni humanidad que es el vampiro dictador Pinochet. Hay muchas fuentes visuales que Larraín utiliza de la mejor manera para consolidarse como un realizador maduro: la narración contada por un personaje, obligado sorpresivamente «a salir de sus aposentos» para participar activamente en la trama, recuerda las fábulas de Amelie - 89% (1995) y La Ciudad de los Niños Perdidos - 80% (2001), de Jean-Pierre Jeunet; las interminables construcciones y planos en contrapicado parecen salidas de El Gran Hotel Budapest - 92% (2014), de Wes Anderson; y la elección del blanco y negro sumerge a la pátina preferida por los grandes realizadores del terror, el absurdo y el humor negro, desde Tod Browning hasta Jim Jarmusch, pasando por Tim Burton.

No se trata de una clase de historia, aunque se pesquen en ella lecciones morales. No se trata tampoco de un documental al estilo de su paisano colega Patricio Guzmán (El caso Pinochet, 2001).

En No, durante una discusión sobre el tipo de campaña que debe lanzar la oposición para vencer a Pinochet en las urnas, una mujer de izquierda pregunta al joven publicista pragmático, interpretado por Gael García Bernal: «compañero, ¿usted piensa que lo que ocurre en Chile debe ser tratado ligeramente». Pablo Larraín se tardó 10 años para dar una respuesta contundente, cinematográficamente hablando, para quienes no quieren morirse de risa, pero sí de miedo.

Sí, El Conde - 82% es una gran película de vampiros, con navíos recorriendo los confines de la tierra y criaturas nocturnas planeando sobre la ciudad. Y con todo lo gótico de una monja exorcista, crucifijos y estacas, la película revela la realidad terrorífica de América, amenazada por criaturas sin alma, aguardando en estancias ovejeras situadas en los confines del mundo o en alguna universidad privada, el momento de (a)saltar vidas y riquezas colectivas.

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