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Star Wars: Los Últimos Jedi o cómo romper con la lejanía galáctica de la saga

En esta reseña, que tiene dos partes (una explicación para quienes no están emparentados con la saga, otra para los que ya tienen un panorama), el tema central es la ditancia que toma Rian Johnson de las trilogías originales y cuáles fueron sus mayores logros. El principal: acortar la distancia entre el héroe y el espectador

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Star Wars: Los Últimos Jedi o cómo romper con la lejanía galáctica de la saga

En esta reseña, que tiene dos partes (una explicación para quienes no están emparentados con la saga, otra para los que ya tienen un panorama), el tema central es la ditancia que toma Rian Johnson de las trilogías originales y cuáles fueron sus mayores logros. El principal: acortar la distancia entre el héroe y el espectador

POR Marco Antúnez -

Esta entrega, tanto para warsies como para no fanáticos de la franquicia, logra coronarse como una de las tres mejores de las nueve que han salido. ¿Su virtud? Apuesta por el contraste en la narrativa de la saga fílmica. Esta reseña va en dos partes: una para cinéfilos que no están tan emparentados con la tradición que signa a Star Wars: Los Últimos Jedi - 91%, otra para warsies o por lo menos enterados de los antecedentes.

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No warsies (no lean quienes ya se saben el brete)

Simplificamos lo que se desarrolla detrás de las dos trilogías previas a la nueva apuesta de Disney. Atenderemos a lo esencial. Dejaremos de lado Rogue One: Una Historia de Star Wars - 85%, que es un relato íntegro y valioso por sí mismo. Aunque sigue la misma cronología, cambia por completo el modo de acercarse a esta fantasía de ciencia ficción.

Del episodio I al III (Star Wars: Episodio I - La Amenaza Fantasma - 55%; Star Wars: Episodio II - El ataque de los clones - 66%; y Star Wars: Episodio III - La Venganza de los Sith - 79%) la saga trata un conflicto que inicia en el plano político-económico. Hay un enfrentamiento entre dos fuerzas: el Estado (poder) y los potentados de la iniciativa privada (economía) en una galaxia.

En el conflicto se cierne la sombra de un ser tenebroso: Darth Sidious, integrante de una orden religiosa (los Sith) que fomenta el egoísmo y el fascismo. Él manipula tanto al Estado como a la iniciativa privada. Para la iniciativa privada es un Papa Oscuro, un nigromante que promete victorias y propone un plan para otorgar autoridad política a los comerciantes. En el Estado, este mismo personaje utiliza el enfrentamiento para consolidarse políticamente.

Al unísono: la tragedia espiritual de unos guerreros religiosos llamados Jedi. Tienen la capacidad de usar la Fuerza, poder místico que les permite realizar acciones insólitas (telequinesis, control mental, levitar, ver el futuro, manejar cúmulos de energía, incrementar sus fuerzas en batalla, leer mentes, etcétera). Los Jedi, en tanto guardianes del bien y aliados del Estado –su misión: el bienestar común–, han sido corrompidos al interior por Darth Sidious. Los Jedi representan la luz, los Sith la oscuridad. El Sith emplea la Fuerza para fines egoístas y lucro personal, tanto a nivel político, económico como religioso. Darth Sidious desmantela a los Jedi y los manipula hasta casi extinguirlos.

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En medio de esta trifulca de fuerzas espirituales acorraladas en revuelos político-económicos, están enclavados los héroes: Qui-Gon Jin, Obi-Wan Kenobi, Yoda, princesa Amidala, Bail Organa, Mace Windu, etcétera. Aparece un Elegido entre los usuarios de la Fuerza, un niño, Anakin Skywalker. Ese niño, parece ser la esperanza de los Jedi –promete traer equilibrio a los usuarios de la Fuerza– y su formación queda a cargo de la orden de la luz. Sin embargo, mientras los Jedi y el Estado creen aliado al Lord Sith –en el Estado es conocido como Palpatine–, éste aprovecha su posición para volverse tutor alterno del Elegido, quien pronto da pruebas de un poder asombroso.

Mientras Anakin lucha a favor del Estado contra la iniciativa privada, el Lord Sith le inculca gradualmente la oscuridad para volverlo su cófrade. En esto también gana y lo consigue con el lado oscuro del amor: el miedo a la pérdida de la mujer amada (la princesa Amidala) y los hijos que está esperando la pareja de Anakin. También aquí, gana la maldad.

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Ella muere, pero deja a dos gemelos herederos del Elegido —quien, para entonces, ya se volvió el villano más temido de la galaxia y cambió su nombre por el de Darth Vader. Obi Wan Kenobi, maestro Jedi de Anakin Skywalker, esconde a sus hijos: uno se queda con un opositor del Estado, ahora autodenominado Imperio Galáctico; el otro, lo deja con la familia política de Anakin. De ahí, salen, respectivamente, Leia Organa y Luke Skywalker, que protagonizan el resto de las historias que han salido hasta ahora.

La siguiente tríada de películas (Star Wars: Episodio IV - Una Nueva Esperanza - 93%; Star Wars: Episodio V - El Imperio Contraataca - 94%; y Star Wars: Episodio VI - El Regreso del Jedi - 80%) inicia la historia donde la dejó la anterior, un par de décadas después. Tiene mayor claridad en la oposición y rol de los personajes. Las complicaciones emocionales resultan sorpresivas sin tanto mareo. Aquí no hay intriga maquiavélica: el mal es jefe, los buenos son honestos o cínicos rebeldes.

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Leia lucha contra el Imperio Galáctico y consigue unos planos para destruir el arma más temible de esta facción de poder: la Estrella de la Muerte. Envía a dos androides a reavivar la llama de los Jedi: convoca al campo de batalla a Obi-Wan Kenobi, el antiguo profesor de Anakin Skywalker, el Elegido, que ahora se llama Darth Vader. Esto desencadena una serie de acciones que meten al ruedo a Luke Skywalker (hijo de Anakin), Obi-Wan, Han Solo y su secuaz, Chewbacca, y que pone en marcha, nuevamente, la búsqueda de revancha de la luz frente a la oscuridad predominante.

La batalla se mantiene entre ambas facciones, ahora con nitidez: el Imperio Galáctico, dirigido por los Sith, versus la Alianza Rebelde, dirigida por varios estrategas y los nuevos héroes: Leia, Luke, Han Solo y Chewbacca. Los primeros buscan el sometimiento de los disidentes y la resistencia; los segundos, buscan la libertad y el retorno de la democracia. En el plano religioso, Darth Sidious y Darth Vader, buscan extinguir la llama de la orden Jedi; Luke, Obi-Wan Kenobi y Yoda, quieren reavivarla y acabar con el Lado Oscuro de la Fuerza. El peligro latente: que Luke, el heredero del Elegido, sea seducido por el lado oscuro. Para asesorarlo: Obi-Wan y Yoda, otro maestro Jedi.

Traiciones y batallas perdidas orillan poco a poco a los héroes a un camino sin retorno donde sólo queda vencer de una vez por todas a su enemigo. La cereza en el pastel: Luke descubre, al enfrentarse al poderoso Darth Vader, que es su padre. Leia descubrirá en la última parte de esta trilogía que Luke es su hermano —y en consecuencia, que Vader es su padre. Este detalle rompe el esquema maniqueo que se percibía: Darth Vader se redime y por amor a sus hijos mata al emperador, poniendo así fin a su propia vida y a la del Imperio Galáctico.

Warsies y no warsies (ahora sí, aquí empieza la reseña)

Star Wars guarda un equilibrio sencillo, sin complicaciones, en cualquiera de sus dos trilogías anteriores. J.J. Abrams no parecía cambiar nada cuando presentó Star Wars: El Despertar de la Fuerza - 92%. Comienza por un conflicto entre dos fuerzas equivalentes en su origen, contradictorias en objetivos y visión del mundo, que colisionan: poder político-económico totalitarista vs. poder político-económico revolucionario; lado oscuro de la Fuerza vs. lado luminoso de la Fuerza. Unos villanos corrompidos por ideas y querencias egoístas, los héroes con corazón puro, amor incondicional e incorruptible.

En esta nueva trilogía los buenos están a la cabeza y son atacados por una rebelión de fascistas (la Primera Orden) empoderados con recursos bélicos heredados del Imperio Galáctico. A la cabeza de esta potencia guerrera se encuentra un villano misterioso que puso en contra de Luke Skywalker a Ben Solo, hijo de Leia Organa y Han Solo. Así, desata otro desbalance en la Fuerza que orilla a Luke Skywalker a replantearse el papel de los Jedi: se confina al autoexilio. Abrams enteró de estos pormenores desde el opening crawl en Star Wars: El Despertar de la Fuerza.

Ben Solo quiere seguir los pasos de su abuelo (Darth Vader) y volverse un Lord Sith. Se cambia el nombre a Kylo Ren, hace una espada con luz roja y mucha onda, se consigue un casco. Viste de negro. Como ni así le sale, hace berrinches. Irascible, talentoso, poco dedicado, cree que ya lo tiene todo ganado y vomita complejos psicológicos de adolescente tardío. Todo un millenial. Para contrastar a este mequetrefe con abolengo, sale de la nada una jovencita abandonada en un planeta de pacotilla y arenoso, con aptitudes tales que bien podrían ponerle un hasta aquí a sus ínfulas de superioridad en tanto usuario de la Fuerza.

Star Wars: Los Últimos Jedi posee una temperamento visual que mezcla lo resabido con sorpresas de Rian Johnson, quien consiguió lo que ningún director hasta ahora: impregnar de autoría discernible a esta franquicia monolítica. El primer detalle, yace en algo que habíamos visto antes en Abrams: ironizar al imaginario de George Lucas.

Los porgs son criaturas estilo pokemón, de ojos saltones, cuerpos regordetes cual si pingüinos con capacidades de vuelo, sin mayores complicaciones. La ciudad-casino pasa de ser un escenario de aventura a transformarse en un faro que dilucida la verdad de la industria bélica y el bastión de la esperanza que irradian los héroes. Luke es un monje melancólico y enfurruñado, más detallado narrativamente de lo que fue Obi-Wan. Yoda trae sabiduría socarrona tal como la presentó en El Imperio Contraataca. Leia se exhibe como una poderosa usuaria de la Fuerza con una escena sobradamente lírica. Rey tiene un viaje de ácidos (o eso parece) en una caverna y vislumbra parte de sus rollos íntimos. La relación astral que entabla con Kylo, es fascinante por la sencillez y pulcritud con que se expone, sin efectos visuales. Snoke es una incógnita como lo fue Palpatine: solemne y con cicatrices vívidas. Pero la embestida de Holdo a la nave de Snoke es hermosa, con una retórica inusitada en toda la saga, que nos recuerda los momentos más heroicos que trajo a colación Rogue One: Una Historia de Star Wars.

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La primera decisión dramática que tomó el director fue hacer del relato de Star Wars: Los Últimos Jedi una cadena de anagnórisis y vuelcos de trama por pura gana de tornarla “impredecible”. Mas cuando Rian Johnson juega a hacerse el impredecible, altera también el rumbo tradicional de las leyendas estilo Star Wars con puntos breves, no rimbombantes.

Las complicaciones religiosas de la Fuerza, su lucha del bien y el mal, y la relación de los personajes con sus preceptores, maestros, tutores o amigos, se atenúan por el ritmo que le imprimió el director. Ahí las soluciones veloces a supuestos entresijos o perogrulladas de fanáticos —que sólo son valiosas para amantes de genealogías y gustosos del chisme. ¿Qué dirá Luke Skywalker luego de que le entregan el sable de luz de su padre? “A la chucha. Con permiso”. Una muerte heroica temprana establece el estado de ánimo en el frente de la rebelión y dobla las apuestas en contra de los buenos. El origen de Snoke o de los padres de Rey son otras dos pruebas de destreza cuando despacha ambos asuntos en menos de cinco minutos. La fantasía de Lucas deja de ser una efigie: sólo se trata de un punto de partida. No hay necesidad de respetar, entonces, la forma argumental, ni explicaciones arcanas y fumadas.

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Vincularse con películas de acción por temas comerciales le facilita que el filme huelgue en peleas, persecuciones, chistes, diretes y tiempos muertos con tres líneas argumentales para detonar la pirotecnia. En el detalle, Johnson sorprende. Los combates uno a uno destacan el gesto calamitoso, el close up, el sudor, las vulnerabilidades y los costos físicos y emocionales de la violencia. Adam Driver ofrece una interpretación cruda de su personaje y la pelea contra la guardia del Líder Supremo tiene momentos tensos para Rey y Kylo. Johnson, con Kylo, arma un retrato poderoso de la infamia que elimina los axiomas lerdos de Lucas sobre el destino, el mal como extravío, manipulación, traspié o ya en el colmo, vocación de joder. Es una elección. El nuevo villano encabeza la aniquilación como un acto de purificación.

La guerra es presentada como una máquina constante, ya normalizada, debido a su industrialización y las riquezas que lega, no una mera manipulación de un ser inteligente y maquiavélico que mangonea a todos para que hagan estallar a la galaxia. (George Lucas asumió que casi todos en el universo que creó eran estúpidos, incluidos los líderes.) Así la guerra, el mal, el bien y el camino del héroe, no se estancan: se renuevan. Los héroes mueren, son vulnerables, siempre están al borde del sofoco. El mal tiene un propósito más elevado que ser el mal; no es la paz, es la totalidad lo que busca.

El momento crucial donde todo este marisma cobra nuevo sentido, es justo en el ending que Johnson regala como homenaje a los fanáticos de Star Wars. Por favor, lee lo siguiente bajo tu propio riesgo, porque equivale a spoilear el momento anterior a los créditos.

Estamos acostumbrados a que los héroes nos despidan. En Star Wars: Episodio I - La Amenaza Fantasma vemos a los héroes celebrando. En Star Wars: Episodio II - El ataque de los clones los héroes se besan mientras ven hacia el horizonte. En Star Wars: Episodio III - La Venganza de los Sith, el próximo héroe, aún bebé, contempla con su familia adoptiva un atardecer en Tatooine. En Star Wars: Episodio IV - Una Nueva Esperanza vemos a los héroes celebrando. En Star Wars: Episodio V - El Imperio Contraataca, los héroes se abrazan mientras ven hacia el horizonte. En El Regreso del Jedi, los héroes celebran. Y en Star Wars: El Despertar de la Fuerza, los héroes del pasado y el presente se encuentran con miradas dramáticas en un paisaje de ensueño.

Los héroes siempre nos dicen "adiós, hasta la próxima". Con Rian Johnson, ya no. Él decidió que la despedida la darían niños tocados por los héroes. Porque en los pequeñuelos que celebran las gestas descansa el valor de las hazañas. Ahí, en ese detalle se aprecia por qué el director quitó el sentido de destino prefabricado por un demiurgo supremo; el valor del abolengo o las historias elaboradas; por qué regresó a la sabiduría cínica de Yoda; por qué no hay grandes explicaciones de nada; y por qué el mal es una decisión íntima y consistente en un villano, no un accidente. Johnson sí aterriza el heroísmo y le recuerda a los espectadores que son ellos quienes al fruncir el ceño, ver al cielo estrellado y blandir un palo cual si espada, hacen que todas las desventuras de la ficción, valgan la pena.


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