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Dunkerque: En el principio fue el miedo

En este ensayo se analizan el uso del suspenso, las virtudes y los defectos de Dunkerque, la última película de Christopher Nolan

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Dunkerque: En el principio fue el miedo

En este ensayo se analizan el uso del suspenso, las virtudes y los defectos de Dunkerque, la última película de Christopher Nolan

POR José Homero -

Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, Alemania invadió los Países Bajos para provocar que Francia dejara desprotegida su frontera al norte, la crucial Ardenas. Von Manstein tramaba ocupar la costa aledaña cercando a los aliados en Bélgica y Flandes. Belgas, franceses y británicos reaccionaron previsiblemente acudiendo al frente con lo que descuidaron sus flancos. Con la región tomada, los alemanes sitiaron a los aliados ya que incluso los puertos del norte del Canal de la Mancha estaban en su poder. Ni siquiera el mar resultaba una opción. Replegados hacia Dunkerque, un puerto casi en los límites con Bélgica, las tropas se encontraron con que debido al bajo nivel del litoral, se complicaba la entrada de los acorazados. Huir incluso sería una gesta.

A diferencia de otros filmes inspirados en episodios históricos, en Dunkerque - 92% no hay prólogo, información para que el espectador comprenda los actos mostrados. Comienza con una patrulla de soldados deambulando por las calles del poblado como turistas extraviados en busca de cobijo, agua, víveres o una salida mientras cae una lluvia de volantes con la propaganda enemiga. De pronto se escuchan disparos y mientras corren, todos excepto uno perecen víctimas de ese rival nunca visible. Esta vulnerabilidad permea toda la cinta, siendo determinante. Todas las otras emociones: miedo, angustia, desesperación, provienen de esa sensación primordial de saberse expuestos tanto a la artillería como a la inclemencia de los elementos naturales.

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Dame un punto y moveré al mundo, gritó Arquímedes. La focalización, el lugar a donde apuntan los focos, es el punto de Arquímedes de los relatos, sean literarios o cinemáticos. La elección de la perspectiva, de la mirada desde la que se contará la historia es ese eje. Siendo uno de los estilistas más avezados y auténtico renovador de la sintaxis fílmica, el inglés Christopher Nolan conoce a la perfección dicho principio y lo aplica desde el diseño. Dunkerque, décima cinta de su filmografía, se construye como un tríptico que presenta la batalla en los tres escenarios en que ocurrió: tierra, mar y aire. Tríada que inmiscuye tres historias cuya coincidencia se da sólo por el artificio fílmico. Nolan es un maestro de la alteración de líneas narrativas combinando no sólo los tiempos –mezclar presente con pasado– sino también las distintas duraciones de cada historia, como aquí sucede.

El primer mérito de la película es convertir al espectador en personaje; trasmitir el miedo cerval de los soldados. Induce esta impresión el punto de vista singular. Por tierra los personajes están rodeados, no ven al enemigo, quien acecha a sus espaldas, los asuela desde una posición superior o los acribilla desde las dunas –la secuencia de los soldados pertrechados en un barquito. Por el contrario ellos miran siempre en plano medio y la cámara alterna movimientos para mostrar lo limitado de sus vistas o para acompañarlos en sus incursiones, como si estuviéramos en sus zapatos. En la secuencia de la camilla oscila de nivel jugando con la toma contrapicada pues este es el ángulo de la víctima. El diseño sonoro refuerza esa reacción; predominan los ruidos, los disparos, el estrépito de la marea, el ululante viento. Hasta la lluvia de volantes de la propaganda enemiga al caer suena amenazante. En las escenas marítimas los soldados están a merced de los embates de ese mismo que lanza torpedos submarinos, bombardea desde el aire, los caza a sus espaldas. Esa determinación de no mostrar al enemigo es otro elemento que contribuye a enfatizar la inermidad de los personajes.

La historia es una continua búsqueda de protección que sólo se cumplirá hasta el desenlace. Cuando los soldados terrestres –de infantería y artilleros– se acojan al vientre del barco constatarán que todo descanso es momentáneo y volverán al agua. La cámara en movimiento, los vaivenes de la perspectiva, la inmersión submarina, reiteran esa desvalidez. Y en el aire tampoco mejora la situación. En las secuencias de combate entre los tres aviones spitfire y el caza de la Luftwaffe éste apenas si aparece. Los pilotos británicos sienten el agobio del alemán, verdadera ave de rapiña, pero no lo enfocan, por eso no pueden siquiera dirigir correctamente sus baterías. La cámara adopta igualmente aquí la visión del personaje: gira totalmente, el panorama se vuelca, se trastorna, los ángulos resultan imposibles, reverberan los rayos solares en los espejos y en las superficies pulidas, mientras escuchamos la artillería persistente; mientras los disparos fallan, se rompen los instrumentos y no se sabe quién está detrás. Para acentuar esta confusión el sol, los bancos de nubes, dificultan la visibilidad. Sólo al final la cámara se abrirá permitiéndonos distinguir más allá del entorno inmediato; sólo entonces la narrativa se desplaza de la visión en primera persona a un gran angular para que apreciemos la inmensa franja, sólo al final el avión del piloto heroico, quien al límite de sus fuerzas ha logrado su cometido: permitir la evacuación naval, será visto por un ojo omnisciente que nos muestra totalmente al avión, el paisaje. Sólo al final aparece el enemigo –con los rasgos difuminados.

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Es famoso el deslinde de Ann Radcliffe, novelista gótica, entre terror y horror. En un ensayo argumentó que el terror se caracteriza por la inseguridad, por la inminencia de sucesos terribles. Por la vulnerabilidad, diríamos, ante un entorno hostil. El horror por el contrario se complace en la exhibición de atrocidades. Dunkerque se funda en el suspenso, no en la violencia. Para el espectador ingenuo que acude a las salas convocado por la publicidad, puede ser decepcionante encontrar personajes que en vez de entablar pelea huyan, siempre en perpetua fuga, bajo acoso. Sin embargo ese es el mérito: el peligro latente, una prolongada exposición, una reducción del ser humano a su condición elemental: el miedo. Para un episodio donde el desastre siempre parece cercano es paradójica la poca visceralidad evidente; su visceralidad está en la emoción no en la complacencia con la evisceración. Dunkerque representa al hombre como una criatura en busca de refugio. A la vez entona un canto a la solidaridad. Por ello no sorprende que tras esta derrota convertida en victoria simbólica –equivalente a la hazaña heroica de los griegos en las Termópilas– se acuñara la expresión “espíritu de Dunkerque” para referir los actos en los que la comunidad interviene sin otro interés que el colectivo. Compasión se diría. Y lo que consigue es justamente eso: que sintamos lo que ellos, que compartamos su afección.

Nolan agita con cada producto las aguas siempre procelosas de la crítica. La reacción es previsible: no faltan quienes lo llaman el heredero de Stanley Kubrick, otros lo saludan como un nuevo Spielberg. A despecho de tanto elogio, Nolan aún no consigue superar ni Memento - 92% ni Batman: El Caballero de La Noche - 94%, sus hasta hoy únicas piezas maestras.

Puedo destacar la estrategia narrativa, la complejidad de sus puntos de vista, la sapiencia para alterar el tiempo ofreciendo tres historias que si bien en el montaje resultan simultáneas, en realidad ocurren en duraciones distintas –la estancia en la playa dura una semana, la navegación a través del canal un día, la batalla aérea apenas una hora–. No puedo, aunque lo intento, considerar perfecto a este filme pues acusa varias debilidades.

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La alteración del orden lógico temporal que se ha convertido en característica del estilo Nolan, parece aquí más un capricho, una coquetería –es mi marca de estilo y la meteré aunque no encaje para nada–, que una necesidad. Todo arte requiere de coherencia; coherencia incluso en las anomalías. No la hay en cortar una historia para desplazar las acciones hacia el pasado –lo que popularmente se conoce como flashback y que técnicamente es una analepsis, introducir una línea narrativa en tiempo pasado dentro de una en tiempo presente– cuando en las demás historias no se ejerce igual recurso. ¿Cuál es el propósito de contextualizar la personalidad del artillero naval –encarnado por un Cillian Murphy cada vez más siniestro– y no la de otros personajes? Tampoco contribuye a la excelencia el sentimentalismo de Kenneth Branagh en su encarnación del almirante Gordon, quien en un final ya de suyo apoteósico, tiene los ojos anegados de lágrimas. Inverosímiles son también los diálogos postreros para enfatizar que es una derrota y los recibirán como villanos –con lo que acentúa mejor el contraste de la recepción con vítores y demostraciones de cariño-; o que es el turno de los estadounidenses para entrar en la contienda. Sorprende que en un cineasta tan preocupado por la base técnica –una virtud aunque eso no basta: autores deslumbrantes que no pudieron madurar abundan; pregúntenle a Steven Spielberg y a Brian De Palma– parezca depender de situaciones emotivas para redondear su obra y de frases explicativas, cuando gran parte de su logro radicó en comenzar sin merodeos y en evitar diálogos superfluos. Son esas vacilaciones, consecuencia de un argumento errático, las que impiden que a despecho de la impresión y su impecable factura técnica, la película sea magistral.

En el cotejo con filmes bélicos que han explorado no el horror sino la dimensión humana e incluso desde una intención metafísica –La Delgada Línea Roja - 79% de Terrence Malick, por ejemplo– Dunkerque se queda en lo que es su principal mérito y también su principal limitación: es pura sensación.

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